BOTAS ROJAS (IV)
¿Cómo
podían haberse torcido tanto las cosas? ¿A caso tenía algún tipo de maldición,
alguien le había echado un mal de ojo? La entrevista de trabajo había sido un
completo desastre. Más que una entrevista había sido un examen hecho a
conciencia para suspender. Un interrogatorio exhaustivo con la finalidad de
sonsacar hasta la más mínima información, ya fuera o no relevante, para el
puesto de trabajo. En otras ocasiones se había mantenido estoico ante ese tipo
de presión, pero ante un número considerable de “futuros jefes” atravesándole
con la mirada sin parpadear, contemplando en todo momento sus respuestas y sus
reacciones ante tal dura prueba, habría sido un triunfo no haberse venido abajo
y decir en voz alta “soy culpable”. Los sudores fríos y la tartamudez debido a
los nervios habían hecho estragos y encima la despedida había sido tan fría y
distante, que lo lógico era pensar que nunca más se verían las caras. Aun así,
no perdería la esperanza.
Con
estos pensamientos se encontraba en el andén de la estación. Eran las once y
veinte de la noche. Aún quedaban diez minutos para que se anunciara la llegada
del último tren de vuelta a casa. A esas horas nadie más pretendía viajar tan
tarde. No había nadie a su alrededor, se encontraba solo luchando contra un
frío que cada vez se hacía más insoportable. Las orejas le dolían, apenas podía
abrir los ojos, y abrochado hasta arriba, intentaba hacer algo de calor
paseando de un lado a otro en vano. “Vaya mierda de día” pensaba. “Que a gusto
estaría bebiendo un buen tazón de café calentito en el sofá de mi casa y tapado
con una manta”.
Malpensando
esa situación se detuvo por un momento. Observó sorprendido como un tren de
mercancías atravesaba veloz la estación de tren, el ruido ensordecedor de los
vagones recorriendo las vías hizo temblar hasta el más sujeto de los tornillos
que mantenían el pesado tejado metálico que había sobre su cabeza.
Una
vez pasó, se encontró con la mirada perdida sobre las vías. Apreciando entre
los débiles rayos de luz de los focos que las iluminaban a duras penas, como
las primeras gotas de un importante aguacero se precipitaban sobre ellas.
Marcando con su tintineo en el metal un compás cada vez más rápido y ligero, en
el silencio que estaba otra vez de vuelta.
También
apreció, más por el sonido de sus pisadas que por la vista, como alguien se
aproximaba lentamente hacia donde se encontraba. Se giró para ver quién era, y
en cuanto vio el color de su calzado, la reconoció. Entonces el frío no impidió
que abriera más los ojos para no perderse ningún detalle. Era ella. Como antes,
el color rojo actuaba como un faro entre la oscuridad, cegándolo con los
destellos de su cabello a medida que avanzaba cruzando los haces de luz que
iluminaban el andén.
Cada
vez había menos distancia entre ambos y cada vez latía más rápido su corazón.
No se movió, esperó. ¿Qué podía hacer? Con las manos en los bolsos del abrigo y
con pequeños temblores del frío observó como ella se acercaba sin más.
También
ella lo miraba. “¿no hay nadie más aquí no?” “¿A quién va a mirar?”, pensaba
él. Se percató de que sus ojos buscaban comunicarse. A veces una mirada puede
transmitir un grito, a veces mantener una conversación larga y tendida. En ese
momento solo fueron ganas de hablar. Hablar de cualquier cosa, sobre cualquier
tema, “pero si no la conozco, ¿qué podría decir? El tiempo es una buena excusa,
pero es demasiado obvio” pensaba él sintiéndose ridículo. En este caso, ninguna de las miradas dio
paso a algún sonido. Ella se detuvo a escasos metros, manteniendo la mirada. Él
seguía en su posición inicial, sin apenas cambios. Tal vez fuera por el frío,
tal vez por la indecisión o los nervios de la situación. Ninguno tomó la
iniciativa. Otra vez.
Fueron
escasos segundos, para ellos una eternidad. Después, ella prosiguió su camino
lentamente, pasando a pocos centímetros de él, para luego alejarse hasta el
otro extremo del andén. Mientras la veía alejarse, solo podía ver en su cabeza
la mirada triste de ella al entender que ninguno iba a hacer nada. Los ojos
llorosos y los pequeños temblores de sus labios entre cada suspiro causado por
el frío lo acompañarían durante todo el viaje de vuelta.
La
megafonía cortó la tensión de aquel momento con el anuncio de la llegada del
tren. Ambos esperaron a que se detuviera. Ella subió, el espero a que ella
subiera. Y como la vez anterior, las botas rojas fueron lo último que vio de
ella.