UN DÍA CUALQUIERA
Todo estaba en silencio. En ese
momento, reinaba la tranquilidad por la que tanto había luchado la noche
anterior. Los primeros rayos de luz empezaban a penetrar por los pequeños
resquicios que no llegaba a tapar la persiana, eran los primeros invasores que
venían a avisar de que ese estado tan placentero iba a terminar.
Y así fue, el sonido estridente del
despertador cortó rápidamente el pausado ritmo de su respiración, levantándose
como un resorte en respuesta a ese aviso. Sabía lo que tocaba hacer, como cada
día, a pesar de estar de vacaciones. Y su ligera sensación de resentimiento y
resignación se fue diluyendo a medida que su mente se activaba y se preparaba
para hacer frente a todo lo que el día ya deparaba.
Aquella persona no vivía sola, su
pareja hacía ya un buen rato que había salido hacia el trabajo y en la
habitación contigua aún dormían el hijo y la hija de ambos, los cuales habían
llegado al mismo tiempo a la familia hacía ya siete años, cambiando por
completo el plan de vida que hasta ese momento tenían los dos. Cosa que todos
los días agradecía, sobre todo en esa parte del día, cuando entraba en su
habitación para despertarlos y ayudarlos a prepararse para ir al colegio.
Pero esta vez no fue su cálida voz la
que los despertó. Mientras andaba entre la penumbra de la habitación, dio una
patada sin querer uno de los incontables juguetes que había tirados por el
suelo. La gigantesca caja de herramientas de su hija con su metálico ruido los
hizo saltar de la cama asustados.
Como el resto de esta semana, llevaría
a cabo la rutina diaria que tanto odiaba y amaba a la vez. Preparar el desayuno
para los que ponían sonido a la mañana, ayudarlos a vestirse y a asearse,
llevarlos al colegio en coche, y a la vuelta, poner toda la casa en orden. Esto
último no sería una tarea muy pesada ya que toda la familia formaba un buen
equipo y entre todos compartían las tareas a lo largo de todo el día.
—Por cierto, esta noche dormiréis donde
la abuela —les explicó mientras desayunaban.
—¡Bien! —gritaron los dos al mismo
tiempo.
—Hace tiempo que no vamos a verla y
seguro que os echará de menos.
—Voy a hacerla un dibujo —dijo Laura
bajándose entusiasmada de la silla.
—No Laura, ya lo harás luego a la
tarde. Acábate ese vaso de leche que ya llegamos tarde al colegio. —Laura
volvió a subirse a la silla a regañadientes.
— ¿Puedo llevar mi muñeca para dormir?
—Preguntó Pablo con miedo a que no pudiera.
—Claro que si Pablo, esta tarde después
de comer prepararemos todo lo que queráis llevar ¿vale?
—¡Vale! —respondieron los dos
alegremente.
Por la tarde los cuatro llegaron a casa
de la abuela. Ésta se encontraba a las afueras de la ciudad, tras un largo
camino en coche desde el centro, en un lugar retirado y tranquilo cerca del río
que rodeaba la urbe y del bosque al que normalmente salía a pasear y a recoger
algunas setas junto a su madre en su niñez. Un montón de recuerdos, como cada vez
que iba, llegaron a su cabeza en el mismo momento en el que bajó del coche y
respiró ese ambiente tan rural y tranquilo. Laura y Pablo echaron a correr para
abrazar a su abuela, la cual ya estaba esperándolos en la entrada.
Una vez dentro y dejado todas las cosas
de Pablo y Laura, se sentaron todos en los anticuados sofás que había en el
salón.
—Veo que aún tienes colgados en la
pared los cuadros que hice con nueve años cuando me enseñaste a hacer punto de
cruz.
—Siempre me gustaron, les tengo
especial cariño. Podía enseñar también a los niños. Seguro que les gusta —respondió.
—Seguro que sí, da igual lo que sea. Siempre
que les divierta, se pasarán las horas muertas con ello.
Un ruido proveniente de la salita de
estar cortó la conversación.
—¿Qué es ese ruido?
—Ah no te preocupes, seguramente haya
sido la persiana —dijo sin importancia su madre. —Últimamente la notaba muy pesada se habrá roto.
—Voy a ver, si puedo te la arreglo en
un momento.
—Muchas gracias, siempre tan manitas
como tu padre que en paz descanse.
En media hora había arreglado la
persiana. Después los tres tomaron un café mientras los niños jugaban que los
viejos juguetes que su abuela había conservado. Al cabo de un rato llegó el
momento de despedirse.
—Bueno pues que lo paséis muy bien,
disfrutad de la noche. Dejad a estos trastos tranquilos aquí, yo me ocupo de
todo.
—Gracias mamá.
Hoy sería un viernes especial, por fin
tendrían una noche en exclusiva para ambos. Primero irían al cine a ver la
película romántica del momento, el género que más les gustaba. Todo el mundo hablaba de ella, según la crítica
era muy buena, y tenían muchas ganas de comprobarlo.
Después, saldrían a tiempo para acudir al estadio de su equipo favorito, los
dos eran auténticos forofos. Se jugaban el pase a semifinales de la competición
europea y era la mejor de manera de celebrar allí su décimo aniversario, pues
fue allí mismo donde se conocieron. Una vez finalizado el partido esperaban
celebrar la victoria con una cena en el restaurante tailandés que unos amigos
les habían recomendado, para luego tomar unas copas y bailar en las discotecas.
Mañana ya regresarían a por los niños.
¿De verdad importa? Por la igualdad de Género |
Un relato estupendo, Alberto. Resulta curioso el cambio de roles en el tipo de juguetes, aficiones o preferencias de padres e hijos, pero ahí precisamente está la llamada de atención :)
ResponderEliminarGracias, me ha gustado mucho!
Saludos.
Me alegra mucho que te guste. Con este sencillo relato quería expresar la igualdad como el estado ideal en el que ni siquiera nos planteamos saber si es un hombre o una mujer quien desempeña un determinado rol, tarea, o afición en una historia o en la propia vida cotidiana. Porque todos somos iguales, todos somos personas.
ResponderEliminarUn saludo =)