SUENAN LAS CAMPANAS
Las
palomas salieron volando asustadas por el replicar de las campanas de la
iglesia. El número de veces que el badajo golpeo en el borde metálico le indicó
que una vez más tendría que acudir a trabajar. Eran las diez de la mañana, en
dos horas tenía que tener todo dispuesto y estar listo para empezar.
El
mejor en su trabajo, todo un maestro para algunos, un arte incomparable para
otros, odiado por el resto.
A
veces cuando acababa no se sentía orgulloso de lo que hacía. Pero era un trabajo
muy bien pagado, sus superiores otorgaban privilegios para él y su familia. Y
en los tiempos donde la crisis que sufría el país diezmaba a la población, la
sobrecarga de trabajo era diaria. Por eso ahora se encontraba en su mejor
momento, y es que a pesar de todo, podía mantener un alto nivel de vida.
Su
actividad no era demasiado laboriosa y no tardaba mucho en realizarla. Era una
acción simple. Sin embargo tenía que ser rápido y preciso, un fallo, y su
carrera terminaría para siempre.
Ya
contaba con años y años de experiencia, y la rutina de su trabajo había
absorbido por completo su vida. Siempre dispuesto, siempre disponible. Aquellas
campanas que resonaban en sus oídos provocaban cierto aborrecimiento y pereza.
Era el único de la villa, y no tenía otra opción que acudir para prestar sus
servicios.
Hoy
como todos los demás días, al salir a la calle, se sentía observado. Pero eso
era lo mejor que le podía pasar. La mayoría de los días era insultado,
maldecido, marginado, odiado o vilipendiado por sus vecinos o cualquier otra persona
que se encontrase con él. Lo llevaba con total normalidad, había asumido que
esa situación venía incluida en el empleo y nunca respondía de forma violenta.
En
poco tiempo llegó a su destino, como siempre por la parte de atrás, sin que lo
viera mucha gente. En la sala oscura subterránea se preparó con su atuendo,
sencillo y reconocible por todo el mundo. Al salir y subir los pequeños
peldaños que daban acceso al “gran escenario”, el clamor del público convertido
en abucheo retumbó en toda la plaza mayor.
Los
más cercanos a él empezaron a tirar huevos y alguna que otra hortaliza en no
muy buen estado. Aunque era un hombre alto y fornido, de aspecto amenazante, no
parecía intimidar al público. Tampoco le importaba, en poco tiempo habría
terminado y se largaría por donde había venido. La guardia a caballo allí
presente aplacó un poco los ánimos de la muchedumbre, los cuales estaban
expectantes ante lo que iba a suceder.
Esperó
a que pronunciasen el mismo discurso de siempre. Mientras, a su lado, pudo escuchar
los gritos de súplica que siempre acompañaban a esas últimas palabras. Cuando
terminaron, cogió su afilada herramienta, y con un golpe seco y medido asestó
el golpe de gracia provocando en seco un silencio que solo se prolongó durante
unos pocos segundos.
Saludó
con una reverencia a las autoridades que hacían acto de presencia en
representación del rey y de la iglesia, y a continuación se retiró dando varios
pasos hacia atrás en dirección a las escaleras.
Una
vez de vuelta en la sala oscura, se volvió a cambiar para parecer una vez más
un ciudadano normal y dando un suspiro tomó el camino de vuelta a casa.
Mañana
sería otro día, otro día de trabajo.
Suenan las campanas |